Desde España (quizá con la única excepción de Cádiz) miramos a Latinoamérica como una masa informe en la que solo caben los acentos suaves y las caderas ondulantes, las playas con palmeras y el ron, las favelas y la muerte. Y quizá, con suerte, con mucha suerte, las alfombras voladoras de García Márquez y los 20 poemas desesperados de Neruda.
Para romper ese mito -o quizá para hacerle un corte de mangas- llegó al mundo Fernando Vallejo. Un autor que no admite otra forma de escribir que no sea en primera persona, sin dobleces y sin un solo vello en la lengua.
Y ese Vallejo, sarcástico hasta desayunarse su propia bilis, homosexual, anticlerical feroz, crítico hasta el insulto con la clase política y tremendamente tierno bajo esa aparente desdén, es el protagonista de ‘La Virgen de los Sicarios’.
Si cae en sus manos este libro no esperen historias románticas de guerrilleros, sagas interminables con matriarcas de armas tomar, ni espíritus que rondan mansiones de generales en El Caribe. Aquí no hay laberintos ni vericuetos. Solo plomo. Mucho plomo.
En la novela de Vallejo, los muertos están bien muertos y el certificado de defunción no apunta -casi nunca- a una larga enfermedad, sino a un tiro en la nuca o entre los ojos.
Si cae en sus manos este libro no esperen historias románticas de guerrilleros, sagas interminables con matriarcas de armas tomar, ni espíritus que rondan mansiones de generales en El Caribe. Aquí no hay laberintos ni vericuetos. Solo plomo. Mucho plomo.
‘La Virgen de los Sicarios’ cuenta la historia de un hombre maduro, homosexual, enrolado en la loca aventura de ver pasar los días en Medellín, Colombia, en una sociedad corrompida, casi al borde del abismo, donde la muerte es tan habitual como el ajiaco, la droga o el sicariato. En medio de todo ese horror y degradación, está el amor del protagonista por los sicarios. Y por los animales. La escena más dura y conmovedora de toda la narración es la muerte de un perro y créanme que en este libro hay más muertes violentas que en ‘Juego de Tronos’.
En la obra de Vallejo, se vive hasta que se muere, sin que esto sea una afirmación banal. En Colombia la vida se apura porque la muerte espera, literalmente, subida a una moto y con el brazo extendido de un crío de 13 años apuntándote a la cabeza.
Vallejo traza aquí el mapa sentimental de un país en el que se han perdido las referencias de lo que está bien o mal. Solo importa sobrevivir.
Absténganse de leer esto las almas sensibles, pero sobre todo las políticamente correctas. El hecho de que el protagonista sea homosexual no excluye que odie a los políticos, a los empresarios y a la Iglesia, pero sobre todo a los pobres, que, en su opinión, sólo sirven para reproducirse. Tampoco tiene pudor en decir que paga por el sexo, muchas veces con menores de edad. Vallejo es, en ese sentido, pura provocación.
El libro se lee rápido. Se apura como un cargador de una 9 milímetros. Y al terminarlo queda ese regusto amargo, desolador, que a una le hace preguntar si de verdad merece la pena que la especie perviva. Si no sería mejor que el cambio climático siguiera su proceso. O que un meteorito nos borrara del mapa.
Queda, eso sí, como bandera débil expuesta al huracán, el amor. O más que el amor, el sexo, la pasión física por un cuerpo joven y la conciencia de que, a pesar de todo, hay que aprovechar lo que queda antes de que llegue la bala prometida.
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