José Hinojo: Exvoto circular · Amor barroco

José Hinojo: Exvoto circular · Amor barroco

HINOJO EN VOZ BAJA


“Entrad, entrad, la chimenea está encendida”, dice mientras la sonrisa afila la punta de sus bigotes. Un artista debe hablar, antes de nada y sobre todo, a través de su obra. Pero tampoco está de más, al menos de vez en cuando, atender a sus palabras, preguntarse cómo vive, qué mirada proyecta sobre el mundo. Saber, por ejemplo, cómo invoca a las musas: “Entrad, mis queridas amigas, la chimenea está encendida...”.

Hace como diez años que compró ese molino ruinoso, colindante con la Ermita de Nuestra Señora de las Montañas –“muy milagrosa”, le gusta añadir– e instaló su taller en la cálida matriz de lo que alguna vez fue pesebre de vacas. Siete corpulentas tinajas yacían enterradas en el lagar de aceite, esperando a que José las cosiera y restaurara. Las formidables bóvedas del siglo XVI estaban en trance de desmoronarse. La luz se filtraba a chorros a través de las grietas, y las maderas podridas crujían con la menor brisa.

Pero la belleza es obstinada y se resiste a sucumbir. El arte de José Hinojo, celebrado en galerías europeas, piropeado por la crítica, también iba a manifestarse allí: labrando con paciencia los suelos para dibujar una metáfora del mundo, instalando una jaula tan espaciosa que sus faisanes y pavos reales no se sintieran en cautividad, abonando primorosamente sus plantas con café molido. Y avivando las ascuas de las cuales brota, vaporosa y aromática, la inspiración. “Entrad, la chimenea está encendida...”

En su finca de Prado del Rey, el artista ha vuelto a reconocer el rostro de los dioses lares en las formas del fuego vivo, y a distinguir los ciclos del verde en las colinas. Atiende a los sonidos de la naturaleza y sabe escuchar el ruido en el corazón de los hombres. Si  Tólstoi dormía la siesta bajo los manzanos en Iasnaia Poliana, José Hinojo busca la sombra de los olivares, y como aquél vibra con el tacto de las ramas florecidas. Antes de examinar ninguna de sus obras, es menester verle acariciar esos troncos petrificados, duros como el hierro, sobre los que aplica el cincel. “Tengo que respetar estas maderas: llevan esperándome trescientos años”, murmura.

José es amigo de las figuras elementales, casi primitivas. A menudo forma con ellas racimos multitudinarios, otras veces insinúa tan sólo el proceso y las deja como en vilo, porque cree devotamente en la hermosura de las cosas inconclusas. El mundo, en su ilimitada vulgaridad, llama desechos a los cartones a los que él confiere una segunda, insospechada vida. Allí donde otros ven sólo escoria y chatarra, los ojos del artista sueñan formas portentosas, perfiles inauditos, princesas y titanes.

Eugenio Trías, al hablar de la materia, subrayaba el origen etimológico de la palabra, que no es otro que madre, matriz. En griego, hylé, materia, significa bosque. Los estoicos llaman a la materia silva, selva, “el lado silvestre y salvaje, o boscoso, que debía ser clareado con el fin de que resplandeciese la forma”, afirmaba el filósofo. Ese es el verdadero taller de José Hinojo, la selva, que a veces se asemeja a la arcadia verde y frondosa que perseguía Thoreau, y otras se vuelve jungla de asfalto, factoría inagotable de vorágine y herrumbre. Ambas le abastecen y le interpelan.

Todo esto vuelve a hacerse patente en Exvoto circular, amor barroco, título de la muestra que el artista trae –¡por fin!– a la ciudad de Cádiz. Una ofrenda que va más allá del rito religioso. Que a través del trabajo manual se sumerge en lo sagrado, que es la vida, para susurrar las grandes preguntas del hombre y acariciar el absoluto con la yema de los dedos, como se acaricia la piel de la amada. Hay que ver trabajar a José para cobrar conciencia de esa mística de lo táctil, subversiva en un mundo que ha olvidado el uso de las manos, salvo para pulsar ensimismado teclas y botones. Mística fieramente humana, como la de Juan de la Cruz, también como la de Whitman, mística y amor: no hay una sola obra, ni siquiera un fragmento de la producción de este artista, que no sea creación enamorada. Por eso a menudo sus esculturas nos parecen aéreas, volátiles, suspendidas en el aire, desobedientes de todas las leyes de la gravedad.                               

La materia nunca acata órdenes, pero condesciende a pactar con el arte si media una poética, una verdad que vaya más allá de la técnica, de la habilidad, de la simple pericia. Un febril Buonarotti ordena a su Moisés recién acabado: “¡Habla!”, escena inconcebible en el taller de José Hinojo. Con un gesto reverencial, ceremonioso pero ligero, natural, sin la menor afectación, el gaditano se sienta entre sus criaturas y conversa en voz baja con ellas: en el dialecto del fuego, del viento, de la tierra y del agua, acaso el único que vale la pena escuchar. De pronto se detiene, presta el oído, reconoce los pasos. ¿Lo sentís? Es la musa, que regresa…

Alejandro Luque